Published in Journal of Hispanic Philology, 14 (1990), 129-41.
The Editor’s Column:
CORREO PARA LA MUERTE
(Carta amarga a José Luis Hidalgo)
by Ramón de Garciasol
[found and edited by Daniel Eisenberg]
Espero, lector, que sabrás perdonar el
uso de este espacio para rescate de un texto de relieve cultural. Se trata de
uno de los escritos más famosos e inaccesibles del período
franquista, cuyo caso llegó hasta “ministros” y
provocó el retiro del entonces director de la revista Cuadernos
hispanoamericanos, Luis Rosales. Censurado en 1963, sigue sin circular hasta
la fecha. Parece que aun hoy, su publicación en España
sería difícil.
Se trata de una epístola del poeta y
cervantista Ramón de Garciasol. Las otras de
su serie Correo para la muerte, publicadas en diversas revistas, han
sido recogidas en el tomo del mismo título, editado por Espasa-Calpe. Falta ésta,
impresa en la revista Cuadernos hispanoamericanos en 1963. El actual
director de la revista, Félix Grande, cuenta en su libro La calumnia
(Madrid: Mondadori, 1987), que “la
edición fue retirada, se compuso otro artículo de un
tamaño aproximado al de Garciasol, se
encuadernó de nuevo la edición y se sometió al director a
un marcaje de las colaboraciones de la publicación” (pp. 342).1 Pero Grande tampoco nos brinda el texto
secuestrado.
Después de seguir varias pistas
infructuosas tuve la alegría de encontrarlo en la magnífica
biblioteca del cervantista José María Casasayas,
perfumada de los olores del horno de su confitería en el piso inferior. Casasayas posee (sin saberlo hasta descubrir y
enseñársela yo) una curiosidad bibliográfica: un ejemplar
del número, marcado con el sello “ejemplar atrasado,” con
los dos textos, el de Garciasol y el sustitutivo, de
Cansinos-Asséns. De este ejemplar reproducimos
el texto. Como se verá, es de una tensión, pasión y
belleza excepcionales.
El punto de partida habrá sido una
alusión al asesinato de García Lorca,
desde el cual habían pasado veinticinco años. Durante el franquismo,
existía una campaña oficial de restar importancia a este nefasto
acontecimiento, de insistir que el régimen no era culpable de su muerte,
que se trataba de una acción particular, de “incontrolados”
e incluso, en los primeros momentos, de reivindicar a Federico como falangista
o simpatizante. Cada vez que un portavoz del gobierno hablaba o escribía
en esta línea, se levantaban voces de protesta y denuncia. Garciasol, sin embargo, lo lleva más lejos que
cualquiera de los demás.
El “autor cristianísimo” a
quien contesta es Gonzalo Fernández de la Mora. En su “Maeztu sobre el Rhin,”
ABC, 29 de octubre de 1961, p. 3, hace una comparación entre las
muertes y las famas de los dos autores. Comienza: “Hoy hace un cuarto de
siglo que Ramiro de Maeztu frunció el robusto
espinazo ante el anónimo paredón que doraba un amanecer del
primer otoño de guerra. ¡Trágica, encendida y aleccionadora
visión de retablo barroco! No murió como el frágil Lorca, víctima de un oscuro crimen pasional en una
hora de incierta confusión, sino como el sereno Chénier,
ejecutado tras prolongada prisión y sumaria sentencia. Y, sin embargo,
seguirá creciendo la riada de tinta sobre el lamentable desenlace
granadino y sólo trabajosamente se romperá el silencio universal
sobre la ejecución de este egregio que cayó en Castilla, no de
una pedrada, sino de un edicto.”
ABC era periódico estrechamente
vinculado al gobierno, y Garciasol
percibe—correctísimamente—participación oficial en
este ensayo en su página de honor. La fecha del 29 de octubre
corresponde al aniversario de la fundación de la Falange, y en el mismo
número se reimprime el discurso fundacional de José Antonio Primo
de Rivera. Todo ello esperamos comentar en una futura colección de
textos relacionados con el enormemente influyente asesinato de García Lorca, “el crimen más grande contra el
espíritu que se haya podido cometer en esta guerra civil del mundo,”
según la opinión expresada por Cipriano Rivas Cherif
en otro texto que pensamos incluir.
Querido Pepe Luis: Ya va siendo hora de
escribirte otra carta, porque han pasado muchas cosas desde la última. Vivir,
en una definición vaga y menos provisional de lo que parece—las
cosas no son tan claras y distintas como quería el idealista
señor Descartes, porque la razón anda desbordada—, es que
pasen cosas, donde la gravedad se escora del lado del pasar, verbo
transitivo—¡el tránsito!—, que, a más de
sentido desaparecedor, significa también
advenimiento. (Algo pasará.) Incluso algunos hombres se han hecho
cosa—el petrefacto orteguiano—,
han dejado de ser persona, por muerte—lo menos malo—o por
evaporación de la personalidad: han cedido a la naturaleza las
prerrogativas del intelecto, la distinción entre animal y hombre: lo
bruto ha ganado, lo que carece de moral. Pasar cosas es una
expresión sorprendente, un gran cruce de sentidos. Pasar, fluir,
proceso, incoación…aluden a movimiento, lo que presupone un
espacio donde mana tiempo y las gentes nos hacemos olvido.
Pero dejo este sendero, porque siempre se va a
otra cosa, a otra parte, del uno al otro. Pasa lo que ha sido, no lo nonato. O
lo que es igual: todo ocurre en la vida, que segrega historia naturalmente como
la encina da bellotas. Acontecer es pasar; pasa lo que no es eterno,
contemporáneo de todos—el presente intemporal: Dios; para el
hombre no hay presente: lo piensas, lo vives, y ya ha sido—; pasa lo que
operó—o lo que perdió su oportunidad, su avenenteza—y se fue….
Como verás, la palabra, como los cabellos,
va madurando plata, llenándose de cenicienta problemática. De
allí debe de venir el proverbial hablar en plata, no en metal
menos noble: hablar con experiencia, con recuerdos, con pasado—y siempre
de pasada—, y, por lo mismo, con la melancolía de lo inenmendable. ¿También la palabra es oro,
más que el tiempo? El tiempo hay que llenarle de contenido, en tanto el
verbo es la casa del ser, que dice Heidegger: las
palabras no son las cosas, pero sin las palabras no son,
dialécticamente, las cosas: están perdidas
hasta que las encuentra el verbo y las transmite. ¿Lo atesorado, la
experiencia humana, es lo que forzosamente se deja?
Pesadez de pesadeces y todo pesadez, dirán muchos felices a quienes no les
duele nada y para los que no se escribe. Hace falta saber mucho o ignorarlo
todo para estar en paz. Y uno vive a la intemperie, sin ninguna de las dos
protecciones, inestable y desgarrado, en puros cueros
de asombro.
¿Detrás de todo esto, no
empezaremos a renunciar a decir lo que se nos alcanza? ¿Temes que la
luz del entendimiento me haga ser muy comedido, como en los versos de
Federico García Lorca? (Que
murió—”el frágil Lorca”—,
según un autor cristianísimo, “víctima de un oscuro
crimen pasional en una hora de incierta confusión.” ¿Entiendes
algo? De momento, cállate, no me digas nada, por favor, que ya estoy
bastante amargado, aunque no sea de constitución amarga. La cita literal
es del ABC madrileño—sabes que hay otro sevillano—del
día 29 de octubre de 1961, en su página de honor.)
Por cierto, y retrocediendo: ¿a qué
viene ese bordón lúcido en un poema tan sensual como el romance
de “La casada infiel,” del Romancero gitano? Y él, no
querer decir por hombre las cosas—otra vez las cosas, José
Luis—que ella, Ella, lo femenino eterno realizado en criatura
transitoria, le dijo? (¡Ay, ese diálogo
sin testigos ni cronista, de la mujer y el hombre, sexo y elementalidad,
palabras de sentido contrapuesto…y complementario!) ¿Es que hay
una hombría que consiste en callar más que en hablar? ¿Es
que hay cosas que no se dicen? Entonces ¿por qué pregunta tan
afirmativamente Quevedo, nunca se ha de sentir lo que se dice/ nunca se ha
de decir lo que se siente? (Y Góngora, el esteta, frente al drama
del amor, el fatigoso amor que siente y no dice, prefiere que se diga y no
se sienta.) O lo que es lo mismo: ¿a menudo se dice lo que no se
siente, o no se puede manifestar el sentimiento y hay que vivir en falso, en
representación o en expectativa? (¡Tiempos de hablar, tiempos de
callar y tiempos de disimular, de San Jerónimo! ¡Tiempos en los
que es peligroso hablar y es peligroso callar, como escribía Vives a
Erasmo!) ¡Y uno, tan bobo como de costumbre,
creyendo que el único problema estaba en tener algo que decir, en lograr
expresión mental transmisible de las sensaciones! Suponíamos que
el decir y decirse era un asunto personal—¡nos
han hablado tantas veces de lo sagrado de la persona, de su fundamentación
en libertad!—, no en función extraña, cuando resulta que se
puede forzar a la criatura a no salir del claustro materno, a pudrirse en
él, a que el pensamiento y la sensibilidad se embeban y volatilicen sin
provecho para nadie, de puertas adentro, sin operancia
social. O lo que viene a ser igual: el hombre no es soledad radical permanente,
en cuanto vive en sociedad—dejemos el problema ontológico ante la
realidad del estar aquí y ahora o nunca—, donde se redondea o se
frustra, no siempre por culpa suya, como la materia prima que no llega a
cumplimiento. La voluntad choca, colide, se estrega con otras voluntades. Si vivimos robinsonianamente, malo; a veces la sociedad también
nos apabulla e impide. ¿Culpa de la sociedad, de la limitación
humana, del vivir? ¿Qué quiso decir Calderón cuando
afirmaba que el delito mayor del hombre es haber nacido? Porque bien
mirado, nos nacen, no nos nacemos. Y el hecho producido por otro, provocado por
otro—¿por el azar?—, tenemos que
pagarlo nosotros.
¿Verdad, Pepe Luis, que hay para que
dé vueltas la cabeza? Y a pesar de todo es necesario lidiar los toros
resabiados que siempre nos cogen sin remisión. Alguien nos ha
empujado—o no nos ha empujado—, mas el caso es que estamos en el
ruedo, con las taras y gracias que se quiera, pero estamos. Y al final, la
cornada. Y seguimos, cuando prácticamente podríamos dejar el
asunto. ¿Entiendes bien, Pepe Luis? ¡Dejar el asunto…y a
otra cosa! ¿Y si no hay más mimbres que éstos? Decir que
sí o que no está al alcance de cualquiera que no sienta la
angustia de la búsqueda, la necesidad de estar en claro y tranquilo. Porque
lo que aborrasca la sonrisa y saca a las palabras las brozas de los fondos, los
fríos originales, la sal en las heridas, tampoco depende de nuestra
voluntad. Se razona supera con lógica, pero la desazón no se
calma hasta que se abate la fisiología en el sueño o se tiene
horizonte delante, no la nariz pegada al muro, sin pies ni brazos para andar o
subir.
Lo primero que nos ha pasado desde tu muerte es
tiempo, por la otra cara, historia, cumplimiento en cosas y obras;
también imposibilidades, porque en este camino no se empieza por segunda
vez. Tú mismo estás más sumergido en tiempo. Ya hay quien
te ignora, quien no reacciona a tu nombre, como ese locutor de la
televisión que preguntaba a una poetisa—Julia Uceda, para que no
se tome a invención—”¿Y por
qué hace usted una tesis doctoral sobre un poeta tan desconocido?”
(¿Verdad que duele, José Luis?) El de febrero de 1962 se han
cumplido—nadie lo recordó en los periódicos—quince
años de tu muerte. ¡Una
generación, según Ortega, ya bien metido él en los altamares de la muerte. Te morías en un sanatorio de
Chamartín de la Rosa, en tu caso no tan
sanatorio. En el Chamartín del cardo, del
perro muerto y de la lata, de Dámaso Alonso; en el de Napoleón,
en 1808; en el de tu cementerio, que desaparece. ¡Un cementerio que
desaparece! Ni la muerte aparece estable. El Campo de las Calaveras, en la prolongación
de Guzmán el Bueno—ahí va ese cuchillo para que
degüellen a mi hijo—, era un cementerio romántico hasta hace
casi cuatro días, pues viven quienes le conocieron. Ahora es un campo de
fútbol, José Luis. Demasiado claro todo para poder entenderlo,
¿no crees? Calavera, balón. Todo redondo, dando tumbos a patada
limpia al hoyo irregresable.
También han pasado veinticinco años
desde que murió Valle-Inclán—Santiago,
6 de enero de 1936—y don Miguel de Unamuno—Salamanca,
31 de diciembre de 1936, ya con sangre fraterna hasta la boca—. ¡Qué
año, 1936! (Por cierto que ahora se empieza a descubrir que
Valle-Inclán hizo el mejor teatro de su
tiempo. Algunos esperpentos son tan audaces que aún no les ha llegado su
día, como Los cuernos de don Friolera. Y don Ramón es un
clásico rebelde: todavía la sangre en llamarada no se le ha
convertido en mármol, sino en semilla.)
Quince años—el tiempo de una
generación, según Soulavis, muerto en
1813—es sazón revisionista crítica, no sólo
panegírica. ¿Qué ha quedado de ti, Pepe Luis? Yo no vengo
con la criba pormenorizadora, ni siquiera con el
harnerillo amistoso, aunque puedo asegurar objetivamente, como hecho que
está ahí, que ha crecido tu nombre afirmándose tu obra,
borbotón humano que no cesa ni cesará mientras los hombres tengan
que morir, en tanto vivamos perpetuamente condenados a muerte. ¿Habéis
meditado en que somos unos irresponsables condenados a muerte? ¿No
seremos demasiadas cosas los pobres hombres en cuanto nos damos cuenta? Porque
se nos ha llamado animal político, racional, trabajador—faber—, jugador—ludens—,
itinerante, lamentable, irrepetible, sagrado: mala bestia, padreador,
risueño y risible, lector—en lo que sí parece que el hombre
se diferencia de los demás animalejos—, mortal…. Y hombre
con nombre y apellidos, y de carne y hueso, y adscrito a una patria, a un clan,
a una familia, a un mundo, a un sistema, a un tiempo—conciencia
situada, dolorida…—. ¿Están más claras las
cosas ahora? Porque todo eso también es verdad y no acaba de ser
la verdad satisfactoria, más allá de lógicas y
convenciones previas. (Por ser, el hombre es, en una de sus degradaciones
actuales, hasta hincha de un club de fútbol.)
Eres inmortal, José Luis—ahora que
eres inenmendable muerte—, porque hablaste,
cantaste con todo el conocimiento, potenciado sentimentalmente, de los muertos.
¿Verdad que parece pueril juego
paradójico, contradicción sin salida: ¡ser inmortal por
haber cantado, vivido la muerte! Después de quince años, tus
poemas son de todos y para siempre, no actuales y pasajeros, anecdóticos
y confusos, neblinosos en cuanto pasan, como hojas de calendario, en tanto se
particularizan y se hacen historieta privada, crónica intrascendente o
farsa infame.
Algunos nombres de mis cartas anteriores no
aparecerán con tanto cariño, incluso ni aparecerán. (Los
hombres, deshumanizados, se han quedado en nombre canjeable.) Otros han sido borrados
del corazón, donde han dejado cicatrices de asco, aunque suenen en la
pluma. El tiempo les ha matado, puesto a flor de ojo y hasta de olfato, lo que
llevaban dentro, detrás de la máscara farsante. Ellos dicen que
les ha forzado la necesidad, como si no hubiese obligaciones más altas. El
caso es que ya algunos no nos miran a la cara como antes, ni se alegran al
vernos, y hasta bajan la vista: les acusa nuestra presencia, nuestro ir a pie,
en el Metro o en el tranvía, nuestra pequeñez. Debemos de
ser limpios cuando no somos nada, pues anda por ahí mucho personaje de
peor madera y menos talla moral.
Tú ya eres inmortal, Pepe Luis.
¿Sirve eso para algo? ¿Qué nos aguarda a los demás?
¿Será el decoro cuestión de cantidad, de tiempo, de
resistencia, como en el cuento canalla? ¿No se
puede huir al mundo más que muriendo, porque la muerte es la
única insobornable? Ésta es la mayor acidez mía,
José Luis: no todos han estado a la altura de un momento tan grandioso
de la historia, más excepcional en la entraña de lo que miente su
fachada, también auténtica. Claro que te diré que los
vendidos, los relajados, escriben menos y peor, porque la pluma es lengua del
alma—sí, Pepe Luis, de mi esplendoroso y saludable Cervantes, a
quien también le apretó la honra, la necesidad y la
cárcel—. Y escriben peor incluso por causas físicas y
fisiológicas: a mayor extensión menos intensidad, pues de lo que
se come se cría. Aunque a veces la madre es mala o buena y
empeora o magnifica. ¿Puede alguien negarse a sí mismo, dar lo
que no tiene? Muchas glorias y flaquezas, más que de la virtud o del
vicio nacen del azar, de lo independiente de nosotros, de lo que nos fundamenta
y nos obliga contra nuestra voluntad, contra nuestra ignorancia. Algunos de
esos tales comen pan de vergüenza, el prostituido pan de la entrega al
mejor postor, al que llega sonando el dinero o enseñando el
látigo del bestiario. Y asimismo los hay encenagados por oficiosidad.
Porque tú sabes que a nadie le ponen una pistola al pecho para que haga
lo que no quiere. Casi siempre basta con un sencillo no al deshonor, o
con falta de miedo a la muerte, que al fin nos libera de todas las necesidades,
incluido el miedo. Es hermoso vivir, pero cuando se puede uno mirar al espejo
sin vomitar, sin maldecir de la hora y de la madre en
que se ha nacido. Tú sabes que con pistolas al pecho no hay forma de
hacer poemas, porque el temor no es fuente de inspiración, pues no pasa
el verbo por el corazón cobarde. Muchos cantan lo que sienten, no
sólo hacen retórica, aunque lo que canten mejor estaría
callado, como probará cualquier día un ventarrón de
justicia que nos deje en cueros a todos. ¿También el
heroísmo es cuestión de cantidad, de oportunidad, de chiripa: un
año, dos, diez, siempre? ¿Cosa de hormonas? ¿Es que somos
materia en esa inevitable proporción?
El caso es que hay quienes callan, no por
sensibilidad moral, sino por no comprometerse, por el groserísimo hecho
de tener la boca llena. Y así, con la andorga repleta, no es posible
hablar ni físicamente. Otros creen que basta con rezar y no
hacer—la fe sin obras—para acallar la conciencia. Un tercer grupo
dice cínicamente—perdón, queridos perros de verdad—:
sirvo, pero no creo. Y van viviendo, o lo que sea, agusanados,
grises, fofos, repugnantes.
¿Es que el intelectual, en el mejor
caso—no estoy dictando leyes—, es inteligente, pero carece de osatura moral, es un invertebrado espiritual, de espalda
flexible, líquido que se acomoda al recipiente que le impone el caso? Cada
vez mueren menos intelectuales por, o con sus ideas puestas, en las que no
creen. Y así resultan maestros en sabiduría libresca y bardajes
en conducta: doctrinarios, lógicos mentales, pobres hombres, mientras
los bárbaros van hasta el final—hasta el crimen—por su
pienso, sus intereses o su mando.
Por estas razones la juventud no tiene a quien
seguir, y se enrola en el dinero, en la sensualidad, en el alcohol, en el
poder, en el vicio, en la desolación, en la insolidaridad. (En
líneas generales, pues siempre quedan las antorchas, los que mantienen
la esperanza.) Si los padres también promiscúan, ¿a
quién van los hijos a pedir consejo, con quién van a ponerse a
llorar, a disparar el coraje en acción elevada? Porque la bondad, la
pobreza, la soledad, avergüenzan. “Haz lo que yo te mando y no lo
que yo hago,” es un mandato disolvente. De estas conductas parece que el
vicio—y la moral—es relativo, según el puesto que se ocupe,
la edad que se tenga, el dinero que se gaste. Otra fuente de disolución
juvenil mana de experimentar en carne propia la oposición entre las
palabras y los hechos: las gentes sonríen por delante y apuñalan
por la espalda; todo va a ser maravilloso mañana, un mañana en
que llevamos siglos. Mas ahora hay que callar, obedecer como muertos, mover el
rabo agradecido a la patada, santificar el hueso. Pero la juventud es limpia, y
de pronto descubre con indignación y certeza que de tales títeres
no puede surgir un mundo mejor. Y si viene—y vendrá—es por
los sencillos y humildes que trabajan en los talleres, en los laboratorios, en
la soledad meditadora, no por los que se espadañan en público,
rabadillas coronadas de vanidad pavorrealera, cerdos
que se dejan incensar sustituyendo a Dios.
Y la juventud escupe y sigue. Lo grave es que no
pudieran digerir ese asco, cayendo en la desesperación y en la
irresponsabilidad de lo patas arriba. Algún día convendrá
estudiar a fondo el hecho de la aparición de los gamberros y sus
congéneres del mundo. Fuera de lo patológico y delictivo, en
muchos casos representan una forma de protesta, una manera explosiva de
manifestación, las únicas, porque no pueden hacer acto de
presencia de otro modo que no sea el escándalo, lo que no tolera nuestro
fariseísmo social: ¡todo, menos que haya escándalo
público!, ¡que se queme la casa, pero que no se vea el humo!,
¡orden público, aunque las madres en privado se vayan
embruteciendo de pena y de menosprecio!
Como si el que no lo sepan los demás nos
borrase la culpa o el delito de que no nos pueden absolver ni las leyes hechas
a la medida ni el compadrazgo de los ministros del Señor. Con el
gamberrismo—en vez de escandalizarnos de las motas en el ojo
ajeno—habrá que hacer lo que consiguió Camus
en El hombre rebelde sobre el nihilismo, consecuencia de una sociedad
infecta. ¿Hemos pensado en lo extraño que resulta que de padres
perfectos se den hijos tan detestables? ¿No serán los padres
menos respetables de lo que nos pintan los catecismos de colegio de pago? ¿No
habrá que desmitificar muchos hogares, estación de repostar
sueño y animalidad? ¿Una sociedad tan impecable como nos
clamorean en los púlpitos y en la buena prensa puede acarrearnos
estas pestes? ¿Qué es lo que anda podrido, desfasado entre las
declaraciones y la conducta? Otra vez es irrebatible que por sus frutos les
conoceréis. Ahora más que nunca hay uniformes, hábitos,
títulos, nombres, no hombres, sudarios más respetables que el
cadáver que los ostenta. Los estofados y tecnicoloreados,
los que no se mueven más que entre nubes de incienso y paradas
rutilantes, músicas y banderas, desnudas por sí, son poco
más que basura. ¡Jefe, director, mandamás,
baranda…, nombres, nombres, fantasmas sin hombría, posibles
habitáculos del decoro! Así pasan luego, se desvanecen como
globos pinchados cuando no les sostiene la prensa, la televisión, la
radio, los noticiarios cinematográficos, los ejércitos, los trusts, los clanes. Y emergen los
anónimos cuando se retira la pleamar de los contubernios, ascienden los
cimentadores, los padres de la continuidad, los puentes sobre la nada:
tú, José Luis, o Duperier, o Antonio
Machado, o Pablo Casals, o Picasso,
o Severo Ochoa…, pongamos por luminosa esperanza y confortable ejemplo
que permite seguir sin ahorcarse de desesperación.
¿Que la responsabilidad moral es un
síntoma de vejez? ¿Por qué no lo dejamos en madurez? Aunque
admito lo primero, si eso conforma, mas advierto que luego el problema sigue en
pie y acrecido. Y yo tengo dolor, no vergüenza: he vivido algunas horas
cenitales y grandiosas de mi tiempo y, me atrevo a decir, de la historia del
hombre sobre la Tierra. He asistido a un cambio de edades y no me han tirado
para atrás las sombras. Y aquí piso terreno firme: si no se me
canoniza ni sube a los monumentos, no se me desenterrará para escupir
sobre mis cenizas. Al menos podré ir ante mis padres, ante quien sea,
sin demasiadas culpas achacables a mi voluntad o a mi conocimiento. (De algunas
de mis tareas sin cumplir—y de los jóvenes de mi generación—tendrán
que responder quien o quienes nos ataron los brazos y nos amordazaron y hasta
nos arrancaron los ojos.)
Mi apelación a lo trascendente no es una
baladronada con lo sagrado, sino una humilde confesión de ignorancia:
sería muy fácil poner Dios, con vistas a una sociedad que se paga
de palabras, o enderezado a los cargos bien retribuidos, pero la desazón
continuaría, porque la fe no es únicamente un problema de
voluntad o de razonamiento. Unamuno, que se
pasó la vida luchando por creer, escribe en la portada de su
oceánico Cancionero: “Al Dios desconocido.” Y al gran
banderizo de sí mismo, al honestísimo luchador no se le
podrá manchar de frívolo o de arreligioso.
En lo humano decir que sí o que no—¡las
mismas letras tiene, querido Sancho!—es poco serio, y en el orden de
cosas de la creencia, ni siquiera inteligente. Será un acto de fe, un
cómodo y envidiable acto de fe, estar en una seguridad. Pero los
cimientos del hombre están en sí mismo. Uno quiere marchar de
acuerdo con todos—¿imposible?—; en
primer lugar, consigo mismo, pues a la hora de la verdad nos quedamos solos,
dialogando con la duda, el temor, la certeza. Yo sé que Alguien nos mira
en el corazón y conoce lo que hay de limpio o de farsa rentable en lo
económico. Sabes, querido José Luis, que soy un hombre de fe. Si
no, ¿cómo iba a seguir escribiendo versos a mis años? Y
conoces que no lo hago por vanidad ni por evasiva cobarde, que ahora se llama
escapismo. Necesito estar en claro más que el comer, sin lo que no se
puede pasar, que no valen hipocresías con la naturaleza, con la sagrada
naturaleza o materia en que somos. En lo social me ha costado más
disgustos que proporcionado satisfacciones escribir frente a toda conveniencia.
¿Tozudez? ¿Incapacidad para lograr otra realidad?
Mas volvamos—¿supones
que me escuece todavía lo de vejez y moral?—a la desazón,
amigo. A ti, poeta fundamental, no tengo que esforzarme en convencerte de la
existencia de las marejadas del alma, de las resacas del pensamiento—¡qué de muertos al retirarse las aguas!—,
de la succión de la nada, del ahogo en la carne y del desahogo en el
verso, de la presión social y aun de la más inmediata: sangre,
familia, amigos. Tú sabes que esta lucha es por la tranquilidad, por
estar en sí, no alienado—de alius,
otro—. ¡Si todo fuese apagarse como cuando se acciona un conmutador
y se pasa de la luz a la sombra! ¡Subir la palanca, bajarla, girar una
llave a la derecha o a la izquierda, y sanseacabó! Pero la carne se
pudre en uno, a conciencia viva, se descompone dolorosamente, quizá para
acostumbrarnos y desear la desintegración, la dispersión de la
materia para nuevas combinaciones. O para que no hagamos resistencia a la
muerte, como los jóvenes, e incluso la invoquemos con amor y necesidad. Y
por eso, porque aún no deseamos morir ni vivir en las parrillas
permanentemente, colgados y sin que los pies descansen en el suelo, nos tunde
esta desazón sin respuesta bastante, definitiva. Y tenemos las manos
desolladas de palpar sombras. Porque las tensiones que nos habitan no se pueden
resolver naturalmente en acción—estamos frenados desde
fuera—, en camino sin obstáculos, en concepto, en ritmo o en
libertad.
”Metafísico estáis,” me
recuerdas del diálogo cervántico de los jamelgos. Y yo te
contesto, por ahora: “No es que no coma, Pepe Luis. Es que me muero. El
hambre, el sexo, la angustia metafísica, el caer en la cuenta o el
simple caer, son motores del pensamiento, de la ideación,
pústulas que rascar. Y el trascender. Y pensar, sentir, separados o
juntos, que mañana será la vida sin mí. ¿Podré
hacer lo que debo, lo que me empuja como un vendaval a las hojas secas? Pero
¿es que tengo algo que hacer, es posible hacer algo? ¿Tenemos
algo que hacer con versos o prosas frente a la organización irresistible
de la fuerza que no dialoga, sino que barre?” Y me contesto que creo que
sí, José Luis. Al menos estamos obligados a probar que hay otras
formas de vida o muerte más sencillas, más humanas y solidarias. Porque
el miedo no es la última fuerza, José Luis. Nuestra acción
es el pensamiento, la palabra inerme y sin coacciones materiales. O el
silencio, para que se oiga el terror el mundo, el pavor de las madres que no
saben si alumbrarán a sus hijos. Y esto sabes que no es broma,
retórica o palabrería. Porque si después del terror no
viene un nuevo humanismo, una remoralización
de la vida, se acabará la Historia y se saltará el mundo para
integrarse en otras formas de energía y materia. Pero todo será
mudez, vacío de espíritu. Y, además, “abominad la
boca que predice desgracias eternas,” que nos mandó Rubén.
¿Ves ahora cómo somos igual que
niños perdidos, aterrados por unas preguntas—y realidades,
Señor—, y nadie nos responde? Porque hubo un tiempo en que
contestaban los padres o los maestros. Y ya no están. ¿O
éstas son manías de vago, el castigo del tiempo consciente, los
amargos frutos del ocio? Mas yo vengo de trabajar,
José Luis, de cumplir una jornada laboral reglamentaria; no soy un
paciente pescador sin más ocupaciones que contarse las pulgas
metafísicas, sin más que esperar a que pique el verso o el verbo.
No soy un mero acechador, un exento de obligaciones, un atento a los
pequeños soplos de su corazón o de sus ideas; un maniático
trascendental. Soy un trabajador que no chulea un título universitario
sudado y legítimo.
¡Y aún dicen que se llora sin causa,
José Luis, que todo esto son cosas de poetas! El sano campesino que
lleva uno dentro dice palabrotas, se irrita, porque todavía espera. Y si
me duele todo es porque estoy vivo, no acorchado y satisfecho.
Para consolarme, leo en un recorte de ABC,
de Madrid, del día 31 de octubre de 1961, página 36, estas
palabras que me envilecen y destituyen de ser hombre. Porque a los desarmados,
a los que no tenemos más que palabras, no nos hace caso nadie mientras
no se producen los hechos, aunque se nos tome luego como testimonio del tiempo
para las clases de Historia. Los belígeros, los investidos por una
fuerza externa a ellos, se ríen de las palabras en tanto los
acontecimientos no les llegan al cuello. Parece que decimos lo mismo, porque
los fonemas son iguales al oído, aunque aludimos a realidades o fines
distintos. De otro modo, ¿cómo se explica que podamos deducir
hechos y reacciones tan opuestos de los mismos nombres? Y es que les cargamos
de sentido diferente. Por eso es previo ponerse de acuerdo en el significado en
las palabras. La confusión en el idioma acarrea desorden social, no ya
sólo moral; se traduce en muertos en la calle, a más de en
abandono y soledad del hombre. Todo empieza con el verbo.
Mas a lo que vamos, José Luis. Te
decía que en el ABC del 31 de octubre de 1961 se escribe lo que
sigue: “Según un científico norteamericano, las armas
atómicas guardadas en los arsenales y depósitos de Estados Unidos
equivalen a diez toneladas de explosivos por habitante del planeta, hombre,
mujer o niño.” Y los otros grandes almacenarán
mortalidad en la misma proporción. Y hasta la última republiquita
tiene balas de infinitas clases y calibres para acallar a todos sus habitantes
o hacerlos desaparecer en un cuarto de hora. En el Congo no hay escuelas ni
viviendas adecuadas y en cantidad precisa, pero existen aviones a
reacción. (Vandercammen, poeta, ¿que
hizo Bélgica mientras civilizó? ¿Nos podría
explicar la vida de la Union Minière?) Francia daba todos los días un
parte público—la dulce Francia—y universal de los argelinos
que mataba. Y fueron siete años y medio, José Luis. Si cuesta
tanto matar, ¿por qué no empleamos ese despilfarro acusador en
vivir? ¿No crees que dan ganas de ponerse
delante de las balas para acabar de una vez? ¡Porque estar vivo hoy ya es
delito, señal de complicidad! (Te diré, José Luis, que un
cuarto de hora de vuelo de un avión reactor cuesta más de 25.000
pesetas. A partir de este dato comprobado, fíjate a qué
resultados indiscutibles se puede llegar. Porque el avión es caro, y la
industria que lo fabrica, y la organización que lo sostiene, que no
produce y consume. ¿Te das cuenta, José Luis?)
Ahora comprendo aquellos versos de César
Vallejo, el genial peruano, y me asombran sus indiecitos vidriados por el
sudor:
le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con su palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos.
¿Entendéis
el dolor sin causa, felices malas bestias, gentes acorazadas, seguras
gentes del fusil y el oro, de los golpes de pecho y el desorden y la
corrupción? “¿Y quién le manda sufrir?,” me
abofetean, me dicen con retintín y desprecio, matándome con la
mirada. Y uno, como un imbécil, como un eco dolorido, repite: “¿Y
quién?… ¿Y…?” Vosotros decís eso y os
aplauden y absuelven y condecoran. (¡Hablan en nombre de la Ley, de Dios,
de la Patria, de los altos intereses del mundo!) ¿Puedo yo decir al
aire, en público, hijos de perra, volcar aquí todas las palabras
escandalosas para los que no entienden bien cómo no tienen espera los
niños tuberculosos, las madres sin marido, el estertor de los
pájaros asesinados para entretener ocios cazadores y señoriales? ¿Es
que no pueden divertirse de otra manera los señores más que
provocando la muerte de las aves, de los animales, de los hombres? Tú
sí me comprendes, José Luis, porque, dicho de un modo
bárbaro y dolísimo, tú moriste
de hambre, tuberculoso hasta los huesos. ¡Y la penicilina no llegaba, se
vendía de estraperlo en las borracherías
encenagadas, donde el alcohol, las inversiones, los estupefacientes, las
menores y los menores, el dinero, la frivolidad criminal y dorada bailaban su
escándalo y prostituían la noche, la sagrada noche de los
trabajadores! ¡Pero el ángel justiciero prepara la
destrucción de Sodoma y Gomorra,
y mandado por Dios, en el que dicen creer, gran seguro, hasta hoy, de sus cajas
de caudales! ¡Y Dios no está al servicio de ninguna potencia
extranjera para fusilarle con todas las de la ley! ¿O también
Dios os parece un miserable cuando no satisface vuestras barbaridades? Atreveos
a decirlo, quitaos la careta y aparecer en cueros vivos de apetito, de
animalidad y desenfreno. ¡Señor: habla, obra, porque todo anda
confuso, en contradicción! En el mundo ya casi eres una marca de
fábrica, un distintivo de club, una insignia que autoriza el
privilegio, el pase a lo prohibido al resto. Y los pobres, los humildes, los
que te siguen, no pueden más, dudan de Ti, Señor. ¿Tendremos
que matar a nuestro hijo para probarte nuestra fe? Pero es preferible que
muramos nosotros, que no pudimos impedir la indignidad.
Verás, querido José Luis, que la
lírica se encoleriza, se agrava, también en sentido
físico, a más de responsable. Sí, es más mono,
queda mejor hablar de margaritas y bodoques con delicadas palabras, mientras se
ocultan las pezuñas bajo la mesa, porque las honestas gentes tienen
visita distinguida, y van a casar a la niña, y hace feo que se
espante a los de la ganadería del dinerito. Y tampoco—nos fulminan—se
debe hablar así, no por nada, pues nosotros estamos curados de espanto
sino por educación. Y eso los que matan por sus manos la ilusión,
la esperanza del mundo. Y tampoco está bien hablar así, para que
no se note el resentimiento. Mas de tantos silencios y
preciosas fiestas están los cementerios llenos y hasta las cunetas de
los caminos a trasmano. Y desconchada la cal de las tapias a balazos,
chorreadas de sangre humana. ¿Debemos callar porque los buenos
están amando—todavía no nos atrevemos a hablar con
propiedad—, en sus tedeumes por los
bienes conseguidos gracias a Dios, ante los fotógrafos que
perpetúan el ágape, dando gracias por las condecoraciones
recibidas? ¡Ay, José Luis, José Luis! ¿Debemos
callarnos porque no somos nadie y nadie nos pregunta ni nadie nos escucha? ¿No
nos han dado vela en nuestro propio entierro?
Lo dejo aquí porque me tengo que ir a
trabajar. Pero volveré. Y seguiré mi tocata, mi
justificación de escritor, de hombre que no pide para él. Porque
a mí me han devuelto los ojos en 1961, cuando ya estaba ensombrecido. Y
debo ser digno de la gracia que se me ha hecho. Otros cegaron con menos causa.
Y debo, al menos en la intención, ser digno de ese azar. (Azar,
como sabes, es palabra árabe que significa cara desfavorable del dado,
entre otras cosas. Es verdad que tenemos la vida en el aire, caemos de una cara
u otra, como el dado aleatorio.)
Perdona, José Luis, por tantos
paréntesis, guiones, subrayados y demás aparato
tipográfico para recalcar lo incisivo de mucho y lo complejo de todo. El
pensamiento, la vida, no fluye tan mollar como en los libros para tontos, donde
está decretado para siempre lo que tiene que ser. En estos libros
escritos por pillos o bufones que quieren legitimar un estado injusto.
Me adviertes que hay menos anécdota en
esta carta, mayor soledad. Sí, Pepe Luis. A medida que se avanza en el
tiempo se deja la narración de lo ajeno por el protagonismo propio. Descubrimos
que no vale ser cómodo espectador, que el mundo no se ha montado para
que veamos una representación, sino para que consumamos nuestro turno. Somos
espectador y espectáculo. Hay menos anécdota, menos caso, en la
medida en que lo particular se subsume en la ley. Quizá relatemos menos
porque razonemos más. O lo que es muy parecido: porque adquirimos
más juicio. Tenemos que juzgar y ser juzgados. De otro modo la vida
sería juego y botaratada. Vamos cerrándonos caminos y
posibilidades, y al reducir el campo visual aumenta la agudeza.
Definitivamente, lo dejo aquí. Otro
día—u otro año, u otra eternidad—volveré, si
para entonces no me tienen que escribir también a mí a tus pagos
de la muerte, suponiendo que alguien me recuerde con el mismo cariño que
yo a ti.
Ramón de Garciasol
Cristóbal Bordíu, 29
Madrid—3
1 En el libro de Grande se indica
erróneamente que la fecha del número fue 1966. Sobre el asunto,
véase también el número de la revista Anthropos dedicado a Garciasol,
103 (1990), pp. ix, 38 y 44.